domingo, 14 de octubre de 2012

El Blasfemo.

(capitulo 1)- El ateísmo me permitió darme cuenta del universo infinito, que está regido más allá de un ente todopoderoso. Al contrario, la sinergía, la entropía y la ley de causa y efecto, que bien podría definir el karma, están del todo presentes y en actividad constante. El ateísmo me sirvió para despegar y nada más. Nunca de mi ha salido predicarlo como una religión, de las que ya sobran. No diría ni por error, -–acércate al ateísmo y sé libre –. Lo contrario, diré, –respeto tu fe, repudio a la iglesia y a sus líderes, criminales, ladrones, usureros e insectos. Ellos son los enemigos, los verdaderos destructores del espíritu. Lo real es que nunca he agradado a muchas personas. Soy el disidente por antonomasia del presente, el anticredo, el poseedor del más amplio cinismo y libertad de pensamiento (lo cual si pregono). Y no quiero agradar, eso también es verdad. Si he de ser políticamente incorrecto a la opinión pública, pues lo soy, pero nunca de mí se sabrá que soy complaciente o que existo para darle gusto a las masas. Yo fui excomulgado hace mucho tiempo atrás, cuando a mitad de misa entré a la iglesia, me quedé en la puerta unos minutos, explorando el panorama y notando esas caras de ovejas enfermas que las personas suelen poner cuando piden a Dios. Y ese murmullo anodino que las acompaña y que pretende ser un mantra. Noté al fondo a esa chica, lucía tan aburrida, no entiendo qué hacía ahí, parecía sacada de una novela de Kerouac. Me veía parado en la entrada, obstruyendo el paso de luz solar en el inmueble inmenso. Jugaba con su falda roja y negro en diseño de tartán. Avancé rápido haciendo estruendo con mis pasos y me senté junto a ella. Miraba hacía el frente como disimulando que no estaba ahí. Al fondo, una cruz le daba marco a la imagen de su cabello negro y lacio que caía por toda su espalda, dibujando grecas inconexas. La miré, supongo que muy intensamente pues la obligué a voltear a mi. Sonreí y mi vista se colocó en sus manos que entrelazaba justo en su regazo. La miré unos segundos más, los suficientes para dirigirme a su entrepierna, arrugando sobremanera su falda para al fin sentir sus suaves bragas que ya estaban empapadas. Mi mirada nunca le perdió el rastro. Pude observar por completo su goce, la forma en que se mordía los labios y trataba de escapar del placer rasguñando la banca de madera y mi brazo alternadamente. Era una lucha de mí, los deseos y ella con su control mental. Aumentaba la presión y la velocidad y finalmente no pudo contenerse más. Sus gemidos apagaban la voz del sacerdote que desesperado, trataba de ganar la atención de los feligreses con un aburrido salmo. Pronto ya sentía las miradas sobre nosotros, no obstante, seguía viéndola fijamente y jugando con su clítoris henchido. No me detuve hasta hacerla gritar, me encanta la acústica de las iglesias y la conjunción con su expresión orgásmica. Nuestro público murmuraba pero yo sabía que estaban babeantes como perros afuera de una carnicería. Cuando ella volvió en sí, se acomodó la falda y miró a su alrededor. No la vi asustada ni preocupada, me vio y nos sonreímos. Aunque, lo cierto es que las miradas de la gente eran inevitablemente incómodas que, prefirió incorporarse y salir del lugar muy apresurada. Yo, estando ya solo en la banca, miré al sacerdote que tuvo que parar de sermonear por que ya nadie le estaba prestando atención. Me apuntaba con sus ojos inyectados de sangre y que, de ser su rifle semiautomático, Colt M4, con el que lo he visto irse de caza, seguro me hubiese disparado sin pensalro. Mi cinismo se hizo notar con la gran sonrisa que tenía grabada en el rostro y, sumado a ello, llevé mi mano hasta mi boca y comencé a chupara mis dedos aún tibios por el contacto con el sexo de aquella chica. –¡Largo! Fuera de la casa de Dios –, ladró escupiendo saliva como rabioso –¡Blasfemo! ¡Hereje! Asenté con la cabeza y me levanté para dirigirme a la salida. Tomé mi tiempo, la gente seguro pudo hasta contar mis pasos al retirarme. El sacerdote bufaba, se escuchaba en un eco fastidioso. Justo cuando llegaba al centro del lugar, volteé ante la cruz y me persigné burlón… sí, con la misma mano.

 Víctor P.

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